AÑO DE LA FE (2012 - 2013)
CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE MOTU PROPRIO PORTA FIDEI
CARTA APOSTÓLICA
EN FORMA DE MOTU PROPRIO
PORTA FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI
CON LA QUE SE CONVOCA EL AÑO DE LA FE
1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la
vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está
siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de
Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que
transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura
toda la vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el
que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el
paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor
Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma
gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn
4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para
nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y
resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a
través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.
2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud»[1]. Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado[2]. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.
3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.
4. A la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe. Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de octubre de 2012, se celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II,[3]con la intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe. Este documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985 como instrumento al servicio de la catequesis[4], realizándose mediante la colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica. Y precisamente he convocado la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre el tema de La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Será una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe. No es la primera vez que la Iglesia está llamada a celebrar un Año de la fe. Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno parecido en 1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en el décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo concibió como un momento solemne para que en toda la Iglesia se diese «una auténtica y sincera profesión de la misma fe»; además, quiso que ésta fuera confirmada de manera «individual y colectiva, libre y consciente, interior y exterior, humilde y franca»[5]. Pensaba que de esa manera toda la Iglesia podría adquirir una «exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para confesarla»[6]. Las grandes transformaciones que tuvieron lugar en aquel Año, hicieron que la necesidad de dicha celebración fuera todavía más evidente. Ésta concluyó con la Profesión de fe del Pueblo de Dios[7], para testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado.
5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar»[8], consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación. He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza»[9]. Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia»[10].
2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud»[1]. Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado[2]. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.
3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.
4. A la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe. Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de octubre de 2012, se celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II,[3]con la intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe. Este documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985 como instrumento al servicio de la catequesis[4], realizándose mediante la colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica. Y precisamente he convocado la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre el tema de La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Será una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe. No es la primera vez que la Iglesia está llamada a celebrar un Año de la fe. Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno parecido en 1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en el décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo concibió como un momento solemne para que en toda la Iglesia se diese «una auténtica y sincera profesión de la misma fe»; además, quiso que ésta fuera confirmada de manera «individual y colectiva, libre y consciente, interior y exterior, humilde y franca»[5]. Pensaba que de esa manera toda la Iglesia podría adquirir una «exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para confesarla»[6]. Las grandes transformaciones que tuvieron lugar en aquel Año, hicieron que la necesidad de dicha celebración fuera todavía más evidente. Ésta concluyó con la Profesión de fe del Pueblo de Dios[7], para testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado.
5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar»[8], consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación. He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza»[9]. Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia»[10].
6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio
ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el
mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer
la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente el
Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo, “santo, inocente, sin mancha” (Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5, 21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb
2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez
santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la
conversión y la renovación. La Iglesia continúa su peregrinación “en
medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios”,
anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Co
11, 26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para
poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y
dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el
misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad
hasta que al final se manifieste a plena luz»[11].
En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una
auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo.
Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en
plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida
mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). Para el
apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida: «Por el
bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que
Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así
también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a
la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad
radical de la resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los
pensamientos y los afectos, la mentalidad y el comportamiento del
hombre se purifican y transforman lentamente, en un proceso que no
termina de cumplirse totalmente en esta vida. La «fe que actúa por el
amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).
7. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor
de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar.
Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su
Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con
su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en
todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio,
con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario
un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva
evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar
el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los
creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor,
que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como
experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de
gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la
esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el
corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del
Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san
Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo»[12]. El santo
Obispo de Hipona tenía buenos motivos para expresarse de esta manera.
Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe
hasta que su corazón encontró descanso en Dios.[13]Sus numerosos
escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de la
fe, permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual,
consintiendo todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el
sendero justo para acceder a la «puerta de la fe».
Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra
posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse,
en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios.
8. En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos
de todo el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia
espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la
fe. Queremos celebrar este Año de manera digna y fecunda. Habrá
que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los
creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y
vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la
humanidad está viviendo. Tendremos la oportunidad de confesar la fe en
el Señor Resucitado en nuestras catedrales e iglesias de todo el mundo;
en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con
fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones
futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades
religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales
antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el Credo.
9. Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración
de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es
«la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente
de donde mana toda su fuerza»[14]. Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada[15],
y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso
que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.
No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo.
Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso
asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda con unas palabras de
profundo significado, cuando en un sermón sobre la redditio symboli, la entrega del Credo,
dice: «El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis todos a la
vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las
palabras en las que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra
madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor. […]
Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra
mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que
pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando
coméis, de forma que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con
el corazón»[16].
10. En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para
comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino,
juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos
totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto, existe una unidad
profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que
prestamos nuestro asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar
dentro de esta realidad cuando escribe: «con el corazón se cree y con
los labios se profesa» (cf. Rm 10, 10). El corazón indica que el
primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la
gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo.
A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san
Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a
anunciar el Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el
«Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch
16, 14). El sentido que encierra la expresión es importante. San Lucas
enseña que el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es
suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no
está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar en
profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de
Dios.
Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un
testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca
que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor
para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las
razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la
libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree. La
Iglesia en el día de Pentecostés muestra con toda evidencia esta
dimensión pública del creer y del anunciar a todos sin temor la propia
fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y
fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso.
La misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo
comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la
fe de la comunidad cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz
de la entrada en el pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación.
Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «“Creo”: Es la
fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente,
principalmente en su bautismo. “Creemos”: Es la fe de la Iglesia
confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por
la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo”, es también la Iglesia,
nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir:
“creo”, “creemos”»[17].
Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento,
es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a
lo que propone la Iglesia. El conocimiento de la fe introduce en la
totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El asentimiento que
se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta libremente
todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios
mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor[18].
Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro
contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan
con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia
y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque
lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La
misma razón del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo
que vale y permanece siempre»[19]. Esta exigencia constituye una
invitación permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a
ponerse en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no
hubiera ya venido[20]. La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro.
11. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica
un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más
importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución apostólica Fidei depositum,
firmada precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario de la
apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía:
«Este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de
renovación de la vida eclesial... Lo declaro como regla segura para la
enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio de
la comunión eclesial»[21].
Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá
expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los
contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y
orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica. En
efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la
Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de
historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los
Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo
ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia
ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza
a los creyentes en su vida de fe.
En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica
presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la
vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se
presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en
la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la
vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la
construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la
profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que
sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza
del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.
12. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año
un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes
se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en
nuestro contexto cultural. Para ello, he invitado a la Congregación para
la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes
de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.
En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de
interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo
hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros
científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de
mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto
alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad[22].
13. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la
historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del
entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de
relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido
para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del
testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y
constante acto de conversión, con el fin de experimentar la
misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.
Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb
12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del
corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del
sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y
la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su
cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de
su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el
poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra
salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los
últimos dos mil años de nuestra historia de salvación.
Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de
que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc
1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al
Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él
(cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).
Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10, 28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios, que está presente y se realiza en su persona (cf. Lc
11, 20). Vivieron en comunión de vida con Jesús, que los instruía con
sus enseñanzas, dejándoles una nueva regla de vida por la que serían
reconocidos como sus discípulos después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de la que fueron testigos fieles.
Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en
torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la
Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para atender las
necesidades de los hermanos (cf. Hch 2, 42-47).
Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la
verdad del Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de
llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores.
Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando
todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y
la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en
llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de
la justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a
proclamar la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos
(cf. Lc 4, 18-19).
Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap
7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de
seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su
ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el
desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.
También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia.
14. El Año de la fe será también una buena oportunidad para
intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora
subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor
de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más
fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice:
«¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene
obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan
desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: “Id
en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario para el cuerpo,
¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta
por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame
esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”» (St 2, 14-18).
La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un
sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se
necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su
camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien
está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender
y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja
el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes
piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado. «Cada vez que lo
hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo
hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia
que no se ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor
con el que él cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a
Cristo, y es su mismo amor el que impulsa a socorrerlo cada vez que se
hace nuestro prójimo en el camino de la vida. Sostenidos por la fe,
miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando «unos
cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).
15. Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la misma constancia de cuando era niño (cf. 2 Tm
3, 15). Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de
nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es compañera
de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las
maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos
de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a
convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el
mundo. Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio
creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra
del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo
de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin.
«Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe
haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en
él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor
auténtico y duradero. Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último
rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea
preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de
vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se
aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de
Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía,
creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante,
alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas» (1 P
1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y
el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos
creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios,
mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida,
a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en
los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co
12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha
vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a
él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc
11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece
en él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.
Confiemos a la Madre de Dios, proclamada «bienaventurada porque ha creído» (Lc 1, 45), este tiempo de gracia.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de mi Pontificado.
BENEDICTO XVI
[1] Homilía en la Misa de inicio de Pontificado (24 abril 2005): AAS 97 (2005), 710.
[2] Cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa en Terreiro do Paço, Lisboa (11 mayo 2010), en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (16 mayo 2010), pag. 8-9.
[3] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 113-118.
[4] Cf. Relación final del Sínodo Extraordinario de los Obispos (7 diciembre 1985), II, B, a, 4, en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (22 diciembre 1985), pag. 12.
[5] Pablo VI, Exhort. ap. Petrum et Paulum Apostolos, en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo (22 febrero 1967): AAS 59 (1967), 196.
[6] Ibíd., 198.
[7] Pablo VI, Solemne profesión de fe,
Homilía para la concelebración en el XIX centenario del martirio de los
santos apóstoles Pedro y Pablo, en la conclusión del “Año de la fe” (30
junio 1968): AAS 60 (1968), 433-445.
[8] Id., Audiencia General (14 junio 1967): Insegnamenti V (1967), 801.
[9] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 57: AAS 93 (2001), 308.
[10] Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 52.
[11] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.
[12] De utilitate credendi, 1, 2.
[13] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, I, 1.
[14] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.
[15] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 116.
[16] Sermo215, 1.
[17] Catecismo de la Iglesia Católica, 167.
[18] Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, cap. III: DS 3008-3009; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 5.
[19] Discurso en el Collège des Bernardins, París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 722.
[20] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, XIII, 1.
[21] Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992):AAS 86 (1994), 115 y 117.
[22] Cf. Id., Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998) 34.106: AAS 91 (1999), 31-32. 86-87.